Flashback

Sonando: Volver a ser un niño (Los Secretos)

Nací un 4 de marzo de 1985. Fijaos que han pasado 33 años de aquello, pero a mí se me ha hecho cortísimo. Obviamente no tengo consciencia de mi época de bebé más allá de fotografías, pero os aseguro que mi memoria a largo plazo es, en ocasiones, espeluznante. No imagináis la cantidad de imágenes, situaciones, momentos, olores, sabores, sonidos… Que me traje de aquellos maravillosos años.

Creo que, a lo largo de la vida de las personas, hay unas etapas más decisivas que otras, más influyentes, que marcan y dejan una huella especial. Que después de que suceden, nada vuelve a ser lo mismo. Es obvio que la infancia constituye una etapa fundamental para todo ser humano: es la base de todo, el lienzo en blanco, el libro recién abierto. Cuán importante es la época infantil para las personas, es algo que los diestros en la materia podrán explicar mejor que yo; no es ese el objeto de estas líneas.

Hoy os cuento que he tenido una revelación.

Mi asombrosa memoria, mi subconsciente más consciente, vive anclada en el pasado. En el mío, quiero decir. Y más concretamente, en mi infancia. Soy esa niña que veis en la imagen del principio, a pesar de mis 33.

He asimilado por fin la historia de Peter Pan. O mejor dicho: he entendido que los cuentos esconden verdadera sabiduría y jamás deben subestimarse. En este caso he comprendido que dentro de nosotros vive, persiste, el niño que fuimos. Me he reencontrado con esa cría de seis años que no es que viva en mí, es que soy yo. Así que desde que soy consciente de ello, estoy aprendiendo a escucharla. Y no es tarea fácil, ¿eh? Que conste. Que vivimos rodeados de demasiado ruido, muchos gritos y pocas palabras. Que nos miramos en el espejo cada mañana pensando en quiénes seremos mañana, no en quiénes somos hoy, y por qué somos así. Y resulta que delante del espejo estamos nosotros pero también el niño que somos. Y los niños, para que se les escuche hablar, necesitan silencio. Y en esas ando. Permitiéndome hablar y tratando de encontrar el entorno más propicio para ello.

Porque a veces las respuestas son más sencillas de lo que creemos. Porque incluso, buscamos respuestas pero hemos dejado de hacernos preguntas o no encontramos preguntas que hacernos.

Procurad el silencio. Dejad que ese niño o niña que sois, os hable. Escuchadle. Empapaos de esa inocencia, imaginación, permitid que vuestra mente vuele lejos. Dejad que os pregunte, preguntadles vosotros a ellos.

Se trata de vivir hoy como lo que hemos sido, somos y seremos: coged la mano del niño, agarradla fuerte, que este viaje es eterno.

Pronto más regaliz para dos, amigos.

 

La última vida de un gato

Sonando: Te he echado de menos (Los Secretos)

Hacía un frío espantoso aquella noche de noviembre, pero Rodri quería salir y cerrar todos los bares. Era miércoles, sí: ¿quién sale un miércoles gélido, en Madrid? Pues ya ves, parecía que nosotros. Me soltó, para convencerme, un discurso acerca de la juventud efímera, la dorada época universitaria y lo lejos que quedaban los exámenes de febrero… Además de su archiconocida teoría de que el mundo acabaría en el año 2000, claro. El caso es que faltaba mes y medio…

Qué coño, ¡quiero beber hasta perder el control, Rodri!

Anduvimos por nuestro barrio adoptivo, Malasaña. Los dos adorábamos los resquicios ochenteros que emanaban esas calles, por eso compartíamos un apartamento enanérrimo en la zona. Preferíamos vivir en una caja de cerillas con vistas a La Bola de Cristal antes de hacerlo en un piso estándar que nos convirtiera en estudiantes de provincia de vida estándar. De antro en antro, iban corriendo las primeras cervezas y algún chupito de muerte con limón y sal: no sé si eran mis bajas expectativas de aquella noche o que los planes improvisados son los mejores, pero lo cierto es que la cosa estaba resultando de lo más divertida. Atravesamos la Plaza del 2 de mayo y seguimos sin perder ritmo en La Vía Láctea, para aterrizar por fin en El Penta, como no podía ser de otra manera.

Al entrar sonaba Déjame, de Los Secretos. Mientras Rodri iba a pedir más unas birras, yo, presa de la música (y de lo anteriormente bebido), me entremezclé con la gente que había y me entregué a la música. El Penta es ese lugar mágico que provoca un punctum instantáneo a quien lo visita, trasladándole emocionalmente a La Movida madrileña y evocando sensaciones de las que erizan la piel. Cada canción nueva superaba a la anterior y ahí estábamos Rodri y yo, coreando todos los estribillos. Bailamos como Alaska con Perlas Ensangrentadas y practicamos una buena sesión de air guitar según empezó El ritmo del garaje, de Loquillo y Los Trogloditas. Varias canciones después yo necesitaba ir al baño, así que me dirigí a él a través de las escaleras de acceso, situadas al lado de la cabina del DJ. Al comenzar a descenderlas (a paso lento debido a mi coordinación motriz de dudosa calidad), me parecía estar bajando a una gruta, o al infierno, vete tú a saber. La tenue iluminación fue suficiente para adivinar, en el mínimo descansillo, el cartel de un concierto pasado y, embobada tratando de leer las bandas que se anunciaban en el mismo, tropecé con un tipo de pelo enmarañado, ojos llorosos y cazadora vaquera, quien, sin darme tiempo para disculpas, huyó con menos artes que yo, en dirección opuesta.

Tras La chica de ayer de Nacha Pop, decidimos que era ya momento para ir poniendo fin a la velada, así que recogimos nuestros abrigos y salimos a la calle dispuestos a emprender el camino de vuelta a casa. En la Calle Espíritu Santo la última luz en el barrio se acababa de apagar, pero en aquella penumbra divisamos un cuerpo que yacía, aparentemente inconsciente, a la entrada del portal número 23. Rodri me apremió y aceleramos el paso para llegar hacia él: mi corazón dio un vuelco cuando, por su cazadora, reconocí al chico con quien antes había tropezado en El Penta. Tal y como preveíamos, estaba dormido, incosciente o… ¿muerto?, así que presa del pánico, la cosa solo dio para bloquearme y soltar improperios por doquier. Afortunadamente Rodri sabe reaccionar de un modo más coherente en situaciones límite y con gesto exhortativo me ordenó que siguera sus indicaciones. Él estudiaba enfermería y actuaba con rapidez, muy seguro de lo que se hacía. Obedeciéndole, coloqué la cazadora del chico bajo su cabeza, a modo de almohada, mientras Rodri le desabrochaba la camisa; entonces gritó que pidiera ayuda y comenzó a practicarle el masaje cardíaco. Corrí sin dirección y llegué al primer cruce, donde paré en seco para comprobar que mi amiga mala suerte, como por arte de magia, se transformaba en ambulancia.

No podía dejar de temblar, todavía aturdida, mientras la Policía, que se había personado en el lugar tras el aviso del personal sanitario, nos identificaba y tomaba declaración. Rodri se afanaba en dar todos los detalles y pidió conocer el hospital al que se dirigían con aquel chico; estaba a punto de amanecer y yo tenía la sensación de haber vivido la noche más larga del mundo. Pensativa me concentré en el encontronazo fortuito de las escaleras de El Penta: ¿acaso la vida nos pone determinadas personas en el camino, con alguna clara intención?

Dos días después de aquello, encontramos una carta manuscrita en nuestro buzón. En el sobre, como remite, figuraba la palabra «Gracias», así que lo abrimos en casa, una vez estuvimos ambos presentes. En su interior solo un folio con la siguiente frase: «Ya sabes cómo hay que apurar la última vida de un gato”, que firmaba, debajo, Enrique Urquijo.

Pronto más regaliz para dos, amigos.

A la memoria de Enrique Urquijo, 17-11-1999.