La gran mentira

Sonando: Like a Rolling Stone (The Rolling Stones)

Dice el refranero español:

Dime de qué presumes y te diré de qué careces

Y es posible que el refranero español huela a naftalina, sí, pero no me negaréis que tiene siempre más razón que un santo…

No sé cuán celosos seréis de vuestra intimidad, o mejor dicho, no sé hasta dónde queréis que se os conozca públicamente. Hasta dónde podemos pasar los curiosos: ¿Hasta la cocina? ¿Hasta el dormitorio? ¿El cuarto de baño, quizá? Pensad en que somos cotillas e irrumpiremos como un huracán destruyéndolo todo a nuestro paso, y además querremos carnaza, ¿eh?, que no nos conformamos con cualquier cosa.

Seguro que vuestras conciencias habrán afirmado con contundencia: «mi intimidad es mía y de nadie más», pero, ah, amigos, os equivocáis. Os estamos leyendo el diario y nos estamos nutriendo de esa información, y la información es poder, no lo olvidéis, así que básicamente nos hacemos fuertes con respecto a vosotros, pero gracias a vosotros, y además de manera gratuita, vaya, que os vemos el plumero by the face y no os dais ni cuenta.

El caso es el siguiente: el día que Mark Zuckerberg parió Facebook, nuestras vidas cambiaron. Para siempre.

Irrumpió entonces la necesidad imperante de mostrarlo todo, a cada momento, a cada persona, en cada lugar. Después vimos que eso otorgaba cierta popularidad, e incluso beneficios colaterales que no esperábamos, cómo mola, ¿no? Nos vinimos arriba y lo dimos todo. TODO.

Y después de años de evolución de esta y otras redes sociales, de hecho después de tener asimiladísimo el término «red social», os habéis quedado en cueros, con la que está cayendo, mostrándonos mil y un secretos de vuestra fachada y lo que es peor, de vuestra personalidad; nos hacéis tragar con un modelo de vida supuestamente idílico basado, por lo visto, en putas magdalenas cupcakes y muffins, cafés en vaso de cumple Starbucks; iMierdasVarias, iPads, iPhones, iPods; comidas y cenas a base de puto pescado crudo sushi, sushi con fresas, sushi con plátanos, sushi con Susi la del quinto; y ¡velas! velas everywhere,  que no nos falten las putas velas. Pero un denominador común: uno mismo, que se convierte en producto y por consiguiente, se vende al amparo de la propia marca. Lo que los gringos llamarían personal branding, vamos…

Y nos colocáis la falsa moral, la de la sonrisa vacía, la de la felicidad que de tan infinita se vuelve plástico, la de yo quiero tener un millón de amigos pero en Facebook; nos metéis con embudo y en modo non-stop frases anónimas de Mr.Wonderful y demás que abogan por un mundo de unicornios o bien pretendéis inculcar filosofía barata; tenéis la manía decencia de avisarnos cuando ocurren todos algunos hitos importante en vuestras vidas… Y queréis respuestas, exigís feedback, necesitáis reacciones de vuestro público, que para algo os estáis currando una marca, claro que sí.

Si recordáis el refrán del principio, poco más que añadir, señoría. Cada cual es de cada uno y cada uno es muy libre de venderse como quiera, faltaría más. Adonde yo quiero llegar es al trasfondo, como siempre, porque ya os decía que hasta el infinito la cocina y más allá, que la cocina a solas se me queda corta. Me gustaría que os quitarais el disfraz. La sonrisa de pega, los amigos desconocidos de pega, la copa de vino que no os gusta, la frase que no entendéis de un señor del que sabéis nada, el sushi que no os alimenta, el tanque de café que os da una cagalera de las de no conocer ni tu propio nombre, aunque esté escrito en el vaso. Bajad de ese pedestal que os habéis colocado, no os vayáis a caer, ¿qué hay del ser que habita en tu cuerpo? Nos gustan las personas auténticas. Sin retoques, sin filtros, sin factores postizos, sin modas enfermizas, sin aditivos artificiales.

No tengáis miedo a decir que estáis jodidos. Que sois de carne y hueso, que tenéis ahí esa lorcilla asomando, que me os ha salido un grano terrible en la cara, que tenéis unas raíces de kilómetro. No temáis a eludir algún que otro plan porque no gozáis de buen nivel económico, no necesitamos saber que dais la vuelta al mundo dos veces, en serio. No pasa nada porque un sábado noche os quedéis en vuestras casas, y no pasa nada si vuestra casa es, todavía, la de vuestros padres. Si tenéis pareja, probad a manifestarle vuestros sentimientos en vivo y en directo. Nosotros estamos encantados de que celebréis el amor, pero entended que los mensajes directos son propiedad de un solo receptor. Y si no tenéis pareja, no os dejéis intimidar por quienes pretenden ridiculizar esa situación, que no os avergüence reconocerlo, que más tienen que esconder aquellos que se esfuerzan inútilmente en seguir adelante cuando están vacíos por dentro.

Pensad en quiénes sois y no dejéis de serlo. No nos permitáis entrar más allá de donde vosotros queráis, preferiblemente no más lejos del recibidor. No expongáis una fachada que no corresponde con vuestro interior, sed humildes. No intentéis engañarnos, si es posible; pero sobre todo, hacedlo posible: no intentéis engañaros.

Pronto más regaliz para dos, amigos.

 

 

La última vida de un gato

Sonando: Te he echado de menos (Los Secretos)

Hacía un frío espantoso aquella noche de noviembre, pero Rodri quería salir y cerrar todos los bares. Era miércoles, sí: ¿quién sale un miércoles gélido, en Madrid? Pues ya ves, parecía que nosotros. Me soltó, para convencerme, un discurso acerca de la juventud efímera, la dorada época universitaria y lo lejos que quedaban los exámenes de febrero… Además de su archiconocida teoría de que el mundo acabaría en el año 2000, claro. El caso es que faltaba mes y medio…

Qué coño, ¡quiero beber hasta perder el control, Rodri!

Anduvimos por nuestro barrio adoptivo, Malasaña. Los dos adorábamos los resquicios ochenteros que emanaban esas calles, por eso compartíamos un apartamento enanérrimo en la zona. Preferíamos vivir en una caja de cerillas con vistas a La Bola de Cristal antes de hacerlo en un piso estándar que nos convirtiera en estudiantes de provincia de vida estándar. De antro en antro, iban corriendo las primeras cervezas y algún chupito de muerte con limón y sal: no sé si eran mis bajas expectativas de aquella noche o que los planes improvisados son los mejores, pero lo cierto es que la cosa estaba resultando de lo más divertida. Atravesamos la Plaza del 2 de mayo y seguimos sin perder ritmo en La Vía Láctea, para aterrizar por fin en El Penta, como no podía ser de otra manera.

Al entrar sonaba Déjame, de Los Secretos. Mientras Rodri iba a pedir más unas birras, yo, presa de la música (y de lo anteriormente bebido), me entremezclé con la gente que había y me entregué a la música. El Penta es ese lugar mágico que provoca un punctum instantáneo a quien lo visita, trasladándole emocionalmente a La Movida madrileña y evocando sensaciones de las que erizan la piel. Cada canción nueva superaba a la anterior y ahí estábamos Rodri y yo, coreando todos los estribillos. Bailamos como Alaska con Perlas Ensangrentadas y practicamos una buena sesión de air guitar según empezó El ritmo del garaje, de Loquillo y Los Trogloditas. Varias canciones después yo necesitaba ir al baño, así que me dirigí a él a través de las escaleras de acceso, situadas al lado de la cabina del DJ. Al comenzar a descenderlas (a paso lento debido a mi coordinación motriz de dudosa calidad), me parecía estar bajando a una gruta, o al infierno, vete tú a saber. La tenue iluminación fue suficiente para adivinar, en el mínimo descansillo, el cartel de un concierto pasado y, embobada tratando de leer las bandas que se anunciaban en el mismo, tropecé con un tipo de pelo enmarañado, ojos llorosos y cazadora vaquera, quien, sin darme tiempo para disculpas, huyó con menos artes que yo, en dirección opuesta.

Tras La chica de ayer de Nacha Pop, decidimos que era ya momento para ir poniendo fin a la velada, así que recogimos nuestros abrigos y salimos a la calle dispuestos a emprender el camino de vuelta a casa. En la Calle Espíritu Santo la última luz en el barrio se acababa de apagar, pero en aquella penumbra divisamos un cuerpo que yacía, aparentemente inconsciente, a la entrada del portal número 23. Rodri me apremió y aceleramos el paso para llegar hacia él: mi corazón dio un vuelco cuando, por su cazadora, reconocí al chico con quien antes había tropezado en El Penta. Tal y como preveíamos, estaba dormido, incosciente o… ¿muerto?, así que presa del pánico, la cosa solo dio para bloquearme y soltar improperios por doquier. Afortunadamente Rodri sabe reaccionar de un modo más coherente en situaciones límite y con gesto exhortativo me ordenó que siguera sus indicaciones. Él estudiaba enfermería y actuaba con rapidez, muy seguro de lo que se hacía. Obedeciéndole, coloqué la cazadora del chico bajo su cabeza, a modo de almohada, mientras Rodri le desabrochaba la camisa; entonces gritó que pidiera ayuda y comenzó a practicarle el masaje cardíaco. Corrí sin dirección y llegué al primer cruce, donde paré en seco para comprobar que mi amiga mala suerte, como por arte de magia, se transformaba en ambulancia.

No podía dejar de temblar, todavía aturdida, mientras la Policía, que se había personado en el lugar tras el aviso del personal sanitario, nos identificaba y tomaba declaración. Rodri se afanaba en dar todos los detalles y pidió conocer el hospital al que se dirigían con aquel chico; estaba a punto de amanecer y yo tenía la sensación de haber vivido la noche más larga del mundo. Pensativa me concentré en el encontronazo fortuito de las escaleras de El Penta: ¿acaso la vida nos pone determinadas personas en el camino, con alguna clara intención?

Dos días después de aquello, encontramos una carta manuscrita en nuestro buzón. En el sobre, como remite, figuraba la palabra «Gracias», así que lo abrimos en casa, una vez estuvimos ambos presentes. En su interior solo un folio con la siguiente frase: «Ya sabes cómo hay que apurar la última vida de un gato”, que firmaba, debajo, Enrique Urquijo.

Pronto más regaliz para dos, amigos.

A la memoria de Enrique Urquijo, 17-11-1999.

El amor según Morticia y Gómez 

Sonando: Contigo (Joaquín Sabina)

#YoConfieso que no tengo ni puta idea de qué es el amor. Me refiero al amor de pareja, no al que sienten los padres por los hijos, o los amigos por los amigos. Desconozco si existe un reglamento al respecto, un libro de instrucciones, o cómo va la cosa. Ni idea. Así que por eso, trato de observar lo que vosotros, el mundo en general, entendéis por esa clase de amor. Algunos me dejáis anonadada, pues a pesar de estar inmersos dentro de una relación sentimental de características normalizadas (entiéndase relación normalizada como aquella de tipo estándar, la que la mayoría de mortales sigue y la que obedece a los cánones sociales tradicionales), a pesar de eso, decía, tampoco debéis tener el asunto del amor demasiado claro porque lo que vivís es una relación que no funciona (y eso, disculpen mi ignorancia, pero yo creo que no es amor). Y sí, soy inexperta en la materia, pero tengo ojos en la cara. Envidia cero, vaya.

No obstante, siempre he querido pensar que existen otra clase de parejas.

Individualidades conjuntas que encajan a la perfección y que se profesan algo no relacionado con prejuicios, falsos mitos o creencias tradicionales; un ente superior a todo eso, algo que apenas puede explicarse con palabras, porque no existen calificativos suficientes. Y resulta que, a veces, encontramos ejemplos en los lugares menos pensados. Sí, amigos, no tengo ni puta idea de qué es el amor, pero he descubierto un modelo al que desde ya, me gustaría aspirar. Ellos son Morticia y Gómez Addams.

¡No! No subestimes su condición de personajes de ficción, no te quedes tarareando la banda sonora de la película, ¡no chasquees los dedos! Fija tu mirada y tu capacidad de comprensión hacia la pareja que forman Morticia y Gómez Addams.

Ellos, aparentemente en la tesitura de querer evocar la antítesis al amor y a los sentimientos benévolos en general, muestran de hecho todo lo contrario. Nunca vi algo similar. Jamás encontré una devoción, admiración, pasión incesante y entrega total como la que Morticia y Gómez se profesan. Una relación tan atrayente desde afuera, tan estéticamente perfecta, tan deliciosa en forma y fondo. Sensualidad y erotismo por los cuatro costados, el uno no es sin el otro, y viceversa. Joder, ahora sí, qué envidia.

Casualmente estos días de atrás, una conocida, esposa de marido y madre de unos niños, me comentaba que «con la llegada de los hijos, despídete de tu pareja, lo primero son ellos, tu marido pasa a un segundo plano». Y entiendo de veras que eso que llamáis amor atraviesa distintos niveles de intensidad según media el concepto tiempo (eterno condicionante), pero… ¿en serio?

¿De verdad hemos de renunciar a la pasión, a la entrega, a la devoción, al «cara mía» y al «mon cheri»? Gómez y Morticia no lo hacen. Siguen bebiendo los vientos el uno por el otro, a pesar de los hijos, la suegra, el mayordomo tipo Frankenstein, los cuñados fétidos y las mascotas con forma de extremidad diseccionada. Vale, sí, que es ficción. Pero quedaos con la esencia, con la sustancia, con los posos, con el trasfondo de los personajes. Decidme si no sentís ni una pizca de admiración por tan bella muestra de afecto, ¿no os entran ganas de darlo todo?, ¿ganas irrefrenables de morirte con él/ella si se mata, y matarte con él/ella si se muere? Pues yo os diré que detrás de mis labios rojos hay una Morticia en potencia. Una romántica literal, de las del siglo XIX, que nada tiene que ver con las moñadas que se os puedan venir a la cabeza. Amor del que seduce, del que atrae, del que te engancha y al que te entregas, siendo entonces más tú de lo que nunca te atreviste a ser. Amor, con todas las letras, del cual no tengo ni repajolera idea.

Pronto más regaliz para dos, amigos.